viernes, 28 de octubre de 2011

¡Por una sanidad pública, qué demonios!

Estar mala de los nervios es mu malo. Te lleva a pensar que tienes enfermedades latentes que están a punto devorarte viva.
Haber nacido a finales del milenio en el seno de la cultura judeo-cristiana es aún peor. Te lleva a pensar que las enfermedades te las mereces y que se desarrollarán de inmediato por haber sido un poquito mala de pensamiento, palabra, obra u omisión.
Empeñarse en ir a consultas privadas de médicos del centro de la ciudad, porque te pillan al ladito de casa y es mucho más cómodo, dada la cantidad de enfermedades que tienes, es aún peor. Estos médicos, por lo general,  suelen haber nacido en el mismo seno de tradición judeo-cristiana que tú,  pero ellos,  además,  la siguen cultivando,  la predican y viven en un lodazal de rancierío decimonónico difícil de describir hoy en día.

Como es difícil de describir, en la última consulta por la que pasé me permití la licencia de tomar una foto a la salita de espera:


Casi me pillan y por eso me corté de intentarlo en el interior del despacho del médico que era aún más alucinante, con gran mesa de caoba, crucifijos sangrantes, rosarios y muuuuchos títulos amarillos colgados de la pared. En esa ocasión,  la consulta, con exploración, diagnóstico absurdo y rellenado de recetas con tratamiento absurdo también, duró unos cinco minutos.

Anteriormente, una lesión ósea en la rodilla había sido tratada en otro altar a la caoba y al catolicismo en dos consultas: la necesaria para pedir la resonancia, un minuto y medio, y la necesaria para el diagnóstico, 3 minutos. (En esta ocasión no hubo tratamiento)

Al poco tiempo, tratar dos lesiones en la piel mereció unos cinco preciosos minutos del dermatólogo y dos pasadas de tarjeta como si hubieran sido dos consultas diferentes (menos mal que para entonces Marido ya había descubierto el origen de mi melanoma, de lo contrario habrían sido tres o cuatro)

Lo peor vino de una veterana oftalmóloga: las cinco consultas a las que acudí a su noble casa para hacerme diferentes pruebas tuvieron una duración algo más lógica, no así su contenido ni su finalidad. Asegurándome que era ella, precisamente ella, la cirujana que me operaría en la clínica a la que yo pensaba ir a hacerme un retoquito ocular, dilató mis pupilas varias veces en un grado 8 en la escala king-size-dildo. ¡A saber cuántas veces pasó la tarjeta en cada ocasión!
Debí haber dudado de su pericia científica cuando, en la primera visita, rellenó mis datos en una cartulina rallada y, al intentar encender el pc que había en un lúgubre rincón de la consulta, tuvo que retirar varios portarretratos y un crucifijo para vaciar un bolso enorme en busca de la contraseña de inicio de sesión que, finalmente, no apareció.
-Bueno, ya meteré tus datos en otra ocasión.
Sin duda que el extravío de la jodía contraseña hizo que cada vez que volvía tuviera que recordarle quién era y para qué estaba allí. -¡Ah, sí! ¡El de la operación! - Y volviera a dilatar mis pupilas y mis visitas; para nada, porque ella nunca había pisado la clínica en la que luego me operé.

¿Será que los médicos de rancio abolengo están sufriendo tanto la crisis que tienen que recurrir a la estafa para sobrevivir y mantener su patrimonio?
¿Por qué sufrí yo ese ataque de snobismo y me apunté a un seguro privado?
Volveré a la Seguridad Social antes de que la terminen de privatizar; con sus gore-urgencias, sus listas de espera, sus camas por los pasillos y mi enfermera favorita: Yonki-Retrete. Volveré a ese infierno, de donde nunca, nunca debí salir.